Y finalmente llegó
el día que esperábamos tan ansiosamente. El día que como un crisol
nos fundiría en un nuevo país capaz de grandes retos. Con una nueva
mentalidad y un nuevo carácter, necesarios ambos para afrontar las
grandes oportunidades que asoman en el futuro cercano.
Aún no amagaba el
sol con romper las penumbras de la madrugada cuando ya decenas de
ciudadanos ilusionados marchaban al punto donde se reunirían las
muchedumbres esperanzadas con la nave privilegiada y la historia.
Todos serían testigos. Todos soñando que a partir de ahí, el país
comienza el nuevo rumbo hacia la prosperidad y hacia las cumbres de
los nuevos tiempos.
Nadie reparó en el
fantasma de un personaje atemorizante que agazapado entre los
pliegues del calor y la indiferencia, esperaba el momento para
restaurar su imperio. Pacientemente, con un saco abultado por las
piezas precisas para rearmar al monstruo, para insuflarle nueva vida.
Sin llamar la atención de los presentes, o, más bien, invisible
para la muchedumbre, deambulaba Vícktor Frankenstein, con su
diabólica sonrisa estampada en el rostro. Seguro de volver a
reanimar a su monstruo, que, en pocas horas dejaría de respirar a
bocanadas trémulas para palpitar vigorosamente, para levantarse de
la mesa del nuevo laboratorio y caminar seguro y confiado dentro de
los confines de su nuevo reino.
El sol era ya el
rey de la bóveda celeste. El cenit estaba conquistado por su
grandeza y resplandor inmortal. Las muchedumbres felices porque
atestiguaban un hecho que marcaría el antes y después de la
república. Finalmente el simbolismo de nuestro escudo nacional se
haría realidad: la cornucopia de la abundancia y la rueda del
progreso serían monedas de uso común en la mente y el corazón de
cada panameño presente...por lo menos eso creyeron hasta que llegó
el momento de alimentar el cuerpo. Porque satisfecho el espíritu con
la ambrosía y los néctares de la esperanza y la ilusión, no se
podía descuidar alimentar al cuerpo. Para recuperar las energías y
seguir atestiguando la historia. Para recuperar las fuerzas y no
ceder a la desesperanza a la que nos vemos rendidos ciertos
incrédulos ante los espectáculos de nuestra farándula
gubernamental.
Cada ciudadano,
común y corriente, recibió para recomponerse una pequeña bolsa de
papitas y un hot dog envuelto en papel de aluminio, mientras el
monstruo, recostado en la mesa del nuevo laboratorio, desencajaba su
rostro en un esfuerzo descomunal por aspirar una gigantesca bocanada
de aire y volver a la vida.
El Silver Roll está
vivo otra vez. El grupo no perteneciente a la casta privilegiada de
esta zona del país. Aquellos que ganando entonces entre 5 y 25
centésimos, con suerte sumaban unos 75 dólares mensuales mientras
los de la otra orilla se embolsaban hasta 600 machacantes.
Mientras los Gold
Roll habitaban casas de ensueño en barrios espectaculares, con
clubes, campos de béisbol, salas de lecturas y muchas otras
comodidades; los Silver Roll eran alojados en barracas insalubres y,
en el caso de ser solteros, en casas de campaña cercanas a sus
puestos de trabajo.
El monstruo
respira profundamente, mientras en el Gold Roll burbujea la
celebración, acompañada de mousse de maíz nuevo, caviar de ají
chombo, colitas de langostinos de San Blas aderezadas con emulsiones
tibias de hierbas aromáticas. Todas esas exquisiteces seguidas por
arañitas de plátano, arroz con coco cremoso y corvina fresca del
Pacífico. Sin olvidar los lingotes de chocolate bocatoreño, el
merengue gratinado, el flan, las trufas y los granos de café del
postre.
La criatura del
siniestro Vícktor Frankenstein se incorporó finalmente. Y abandonó
la mesa del laboratorio para tomar posesión de su nuevo reino. Pasa
de largo mientras uno de los últimos asistentes a la inauguración
mastica pausadamente el hot dog que en buena lid le ha tocado. Mira,
el obrero, por centésima vez el sitio por el que pasó la gigantesca
nave y se resigna a volver a su mundo de siempre, marcado por las
limitaciones de infraestructuras, educativas y de salud. ¡De
seguridad ni hablar!
Buenas tardes,
Frankenstein...
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